2.21.2006

Testamento

Las palabras son unos bichos repugnantes que actúan como las sanguijuelas pegándose a la superficie de las hojas y chupando de su blanca emanación hasta hincharse y ponerse a reposar. Son muy finas, casi no tienen grosor, y sus formas suelen variar en longitud, altura, y agresividad. Desarrollan élitros y ventosas, antenas y demás protuberancias para asirse con más facilidad a la existencia. Parecen siempre inmóviles, sin embargo, un examen detallado comprueba que producen una intensa agitación y que, vibrantes, no cesan de producir un casi invisible tejido parecido al semen. Este líquido, incoloro, inodoro e insípido produce en el ojo humano una excitación que varía según el grado de desarrollo de la palabra. En algunos casos, estos bichos logran alimentarse de las segregaciones sinápticas de las víctimas, anidar entre oscuros surcos del cerebro, llegan a parecer inexistentes, e incluso asimilan el ritmo del huésped para alimentarse cuando aquél ya no puede defenderse, en las horas del sueño.


“Sólo lo incomprensible permanece abierto” Edmond Jàbes.

Ya no se trata de manifestarse, del aparecer, ya no se trata de hablar. Se trata de yacer todo lo profundo, en toda cercanía de la profundidad cartiliginosa, de la propiedad de la muerte, su laguna posible y solicitante. Un testamento siempre tiene algo de última voluntad. Entramar de todo silencio y toda potencia espúreas, no para reconocerse allí ni encontrar la fulguración de cualquier posibilidad de pertenencia o rostro o escombro, sino para que sea afirmado, en ese último ilímite, que todo nuevo aparecer trae consigo su fantasma, que todo futuro programa nos excede a la vez que ya, tan distante y lo más cercano, nos arraiga al exceso.

Una herencia no se escoge ni se decide, es exigida y exige su otredad, para en ella y espectralmente, pueda cumplirse su ser que ya se arrastraba, inerte, moribundo, en otro espacio o en las mismas letras y en su despliegue pero en otro amor. No es desde luego, salida, no interrumpe, ni de ningún otro perfil o persecución que la arena, casi, o el vacío de lka carne de las manos. Otras manos a oscuras que nos palpan, inhumanas, en el interior casi de un estertor hueco, de un secreto; allí donde ocurre el jugarnos una nueva carne. Fango, miasma, espesura de putrefacción, manifestarse: pero solo como la tensión abstracta e infinita donde el colapso. Entre los intersticios del olvido, entre el pliegue cerrado de lo cerrado en sí y de sí, en su escurridiza llaga, en su efímera desaparición, en la circularidad de su espuma, allí optar cualquier voz con tal que no sea la nuestra ni nos pertenezca. Un testamento pues, firmado por la ausencia, dejado ahí para organizar, como una justicia injusta ya de sí, inapelable, pero de todas formas, necesariamente cumpliéndose, dándose en su no lugar, perteneciéndonos como el añadido vacuo de una sombra improyectable.

Nunca lugar ni concavidad ni centro de la extensión. Ni origen, ni aleph, ni enclave, ni sangre de su sangre: el intacto relámpago.

Germen de sólo fuerza caída sobre sí, de sólo múltiple raíz de apertura, de enramaje anegado de todo y todo